lunes, 20 de febrero de 2012

Kuhn: el relativista involuntario

Martín Bonfil Olivera

Publicado en  Metapolítica, núm. 49,
septiembre-octubre de 2006, págs. 103-105
 
   

“¿Kuhn? ¡Ya está muy superado!” Fue esa frase, proferida por una amiga historiadora de la ciencia, la que probablemente hizo que cayera yo en cuenta de que en general la influencia que ha tenido el trabajo de Thomas H. Kuhn no es apreciado al grado que yo considero que debiera serlo.

Quizá ocurre con él un poco lo mismo que le ocurre a Freud cuando uno habla con cualquier psicoanalista, sea éste lacaniano, jungiano, frommiano o de cualquier otra tribu (excepto freudiana): todos niegan ser descendientes del psicoanálisis freudiano, aunque es evidente que de ahí parten sus raíces. Sin Freud, el psicoanálisis no existiría. Aunque quizá sea exagerado decir que sin Kuhn la historia y la filosofía de la ciencia no serían lo que son ahora, probablemente habrían tardado más en serlo.

En mi opinión, la obra de Kuhn tiene una importancia central en la construcción de la imagen de la ciencia que tenemos actualmente. Simplemente, porque le dio una dimensión histórica (y no meramente cronológica). Mostró que, más que simplemente acumular más y más conocimiento encima del que ya se tenía, una y otra vez la ciencia sufre revoluciones en las que la visión de la naturaleza que nos presenta cambia radicalmente. De estar en el centro, la Tierra pasa a girar alrededor del sol. De ser inmutables y absolutos, el tiempo y el espacio pasan a depender del estado de reposo o movimiento del observador. De ser constantes desde la creación, los seres vivos pasan a ser producto de un proceso ciego y azaroso de evolución por selección natural. De estar formadas por cuatro elementos, el mundo pasa a ser producto de las combinaciones de algunas decenas de elementos químicos cuyas propiedades periódicas reflejan su estructura atómica. De ser causadas por espíritus, humores o influencias misteriosas, las enfermedades pasan a ser producto de la infección por microorganismos patógenos.

La visión de Kuhn, popularizada inicialmente en un breve artículo en la revista Science y luego en su famosísimo libro de 1962, La estructura de las revoluciones científicas, -que por cierto acaba de ser reeditado en México, en una nueva y mejorada traducción, por el Fondo de Cultura Económica- resultó sorprendente y revolucionario no tanto por mostrar los dramáticos cambios que sufre periódicamente la imagen científica del mundo, sino por afirmar –y mostrar con ejemplos históricos concretos y magistralmente documentados- que en cierto modo no es sólo la visión del mundo lo que cambia, sino el mundo mismo. Antes de Copérnico, la Tierra estaba en el centro del universo; antes de Leeuwenhoek, las bacterias no existían (mucho menos causaban enfermedades).

Ante afirmaciones como las anteriores, es casi instintivo reaccionar con escepticismo (y así lo han expresado ruidosamente algunos científicos airados que se oponen a la “relativización” social de la ciencia, como Stephen Weinberg). Después de todo, si uno cree en la existencia independiente y objetiva de un mundo físico real más allá de los límites de nuestro respectivo cráneo –como creemos la mayoría de quienes nos hallamos fuera de los manicomios–, la idea de que la realidad física de algo como las bacterias dependa de un factor histórico (nuestro conocimiento acerca de su existencia), que cambie con nuestras ideas, suena contraria al sentido común.

Sin embargo, debemos recordar que los seres humanos, en tanto entes psicológicos –conscientes, pensantes– no vivimos en ese mundo físico, del que estamos separados y al que no tenemos acceso directo, sino sólo a través de nuestros sentidos (y las complicadas interpretaciones, ediciones y versiones que nuestros cerebros construyen a partir de los datos que los sentidos aportan). Los seres humanos somos entre mentales y no vivimos en el mundo físico, sino en el mundo de nuestros cerebros y de nuestra cultura. Es en éste mundo que las bacterias literalmente no existían hasta que fueron descubiertas. Y es éste mundo el que sufre revoluciones radicales y constantes cada vez que las ideas de Kuhn se vuelven a ver confirmadas.

El problema con Kuhn fue que, al revolucionar la imagen de la ciencia que teníamos, introduciendo la dimensión histórica, historiográfica, abrió, efectivamente, la puerta a cierto relativismo. No, como afirman sus detractores, el relativismo extremo que afirma que cualquier visión del mundo es tan confiable, correcta o valiosa como la que nos proporciona la ciencia. Definitivamente, las teorías científicas –y las aplicaciones y tecnologías que se derivan de ellas– son mucho más confiables y efectivas que las visiones esotéricas o mágicas. Pero inevitablemente las teorías científicas cambian, evolucionan y, de vez en cuando, se extinguen para ser sustituidas por otras que ocupan sus antiguos nichos ecológicos, o bien otros distintos.

Como bien describe Kuhn, los problemas que bajo un paradigma (su palabra clásica) eran los más importantes, bajo un paradigma distinto pueden no sólo dejar de ser importantes, sino incluso dejar de ser concebidos como problemas. Son este tipo de fenómenos los que, a los ojos de una visión realista ingenua, parecen de un relativismo peligroso. Parecería que la ciencia se debilita al admitir que todas sus teorías son sólo construcciones temporales que tarde o temprano cambiarán –según hemos visto a lo largo de la historia de la ciencia– para ser sustituidas por otras.

En último término, la visión de Kuhn es constructivista: nos muestra que las cosas no existen: se construyen a través de un proceso psicológico y social, histórico, retórico y hasta político. No basta con tener una teoría que dé cuenta de las observaciones y experimentos: hay que ser también capaz de convencer a los colegas, y al público general.

Pero decir que la visión científica del mundo en vez de descubrirse se construye es decir que la ciencia no es un método certero e infalible para adquirir conocimiento sobre el mundo natural, sino un proceso de tipo darwiniano en constante evolución, en que la generación de una diversidad de teorías que compiten por ser aceptadas por la comunidad científica (en gran parte gracias a su capacidad de explicar y dar sentido a los datos experimentales). Esto da lugar al surgimiento, aceptación, reinado y posterior destronamiento de paradigmas. En otras palabras, las ideas de Kuhn fueron el inicio de un proceso, aún en marcha, que está sustituyendo la visión rígida de la ciencia por una imagen evolutiva que es coherente con nuestra naturaleza como organismos vivos y con consciencia, producto de la evolución de nuestros cuerpos y cerebros por medio de la selección natural.

La ciencia se hace así compatible con el resto de la naturaleza: lejos de ser una característica única y distintiva del ser humano, pasa a estar enraizada en nuestras capacidades biológicas, a ser un producto natural de nuestra propia evolución. Como cualquier proceso histórico, el avance –o más bien, la evolución– de la ciencia se convierte en un proceso básicamente darwiniano. Hoy la filosofía y la historia de la ciencia toman en cuenta estos aspectos, y están logrando entender con mayor claridad cómo es que esta cosa llamada ciencia, a pesar de su inevitable relatividad, de sus cambios bruscos, de sus revoluciones radicales, es capaz de dar cuenta del mundo físico en que vivimos con mayor certeza que cualquier otro método.

Thomas Kuhn negó, hasta el final, ser relativista. Hoy todavía numerosos científicos, filósofos e historiadores siguen resistiéndose a sus ideas por temor al inevitable relativización de la antigua imagen certera y marmórea de la ciencia. Pero quizá, si Kuhn hubiera vivido un poco más, se habría dado cuenta que el relativismo no es tan temible como lo pintan, sino sólo una aceptación de que nuestra ciencia, como nosotros mismos, es cambiante y pragmática (que es lo mismo que decir darwiniana). En último término, Kuhn nos mostró que lo que se acepta como verdad científica en un momento dado no necesariamente es lo más cierto, sino lo que mejor funciona.