miércoles, 25 de julio de 2012

La otra cara de la vida

Una vieja reseña de un libro más bien malo, pero interesante...
Publicada originalmente en Hoja por Hoja, no. 135, agosto 2008.



La termodinámica de la vida. Física, cosmología, ecología y evolución 
Eric D. Schneider y Dorion Sagan 
México, Tusquets 
(Metatemas, núm. 102), 2008. 
438 págs. 
ISBN 978-970-699-209-3 
Traducción de Ambrosio García Leal 



¿Por qué existe la vida? La pregunta, que intriga a las mentes curiosas desde siempre, adquirió un nuevo matiz en el siglo XIX, cuando la naciente termodinámica, estudio de los cambios de la energía, mostró que los sistemas vivos violan, aparentemente, su segunda ley.

Y es que la famosísima segunda ley de la termodinámica –una de las más importantes de la naturaleza- obliga a que en cualquier proceso la entropía del sistema aumente (que la energía disponible para realizar trabajo disminuya, o que aumente el desorden). Las cosas se enfrían y degradan espontáneamente, pero no al contrario. Los seres vivos, en cambio, crecen, se multiplican y evolucionan, aumentando incesantemente el orden en la biósfera. ¿Cómo es esto posible?

El geólogo Eric Schneider y el escritor científico Dorion Sagan -hijo del famoso Carl y de la destacada bióloga Lynn Margulis- proponen, en La termodinámica de la vida, que la respuesta la proporciona la propia segunda ley, pero expresada en el aforismo “la naturaleza aborrece los gradientes” (gradiente es una diferencia de grado en alguna magnitud –presión, temperatura, potencial eléctrico– entre dos puntos).

Esta afirmación toma en cuenta que los seres vivos son sistemas termodinámicos fuera del equilibrio. A diferencia de las cajas aisladas ideales que considera la termodinámica clásica, los sistemas vivos intercambian constantemente materia y energía con su entorno. En particular, utilizan la abundante energía electromagnética procedente del sol para impulsar prácticamente todos los procesos energéticos de la biósfera.

Y es precisamente este continuo flujo de energía lo que permite que los sistemas vivos adquieran el orden y la complejidad que los caracterizan. Al igual que sistemas físicos como tornados y ciclones, o las hermosas celdas hexagonales de Benard, que aparecen al calentar un fluido en condiciones especiales, los organismos son sistemas termodinámicos fuera del equilibrio en los que el flujo de energía permite la aparición de estructuras complejas.

Esta perspectiva fisicoquímica resulta, si no tan novedosa como quisieran los autores, sí muy importante, aunque ha sido en gran medida dejada de lado en biología; en parte debido al arrollador éxito del enfoque molecular-informacional, centrado en el ADN y los genes, para entender las células, los organismos, la evolución y la ecología. “La biología no es sólo una ciencia histórica: también es un puente entre la historia y la fisicoquímica”, afirman Schneider y Sagan, y muestran cómo esta otra mitad de la historia aporta perspectivas que enriquecen el análisis biológico en todos los niveles.

Si bien el libro resulta interesante, ameno y hasta iluminador (aunque laborioso, por el nivel de información y conceptos presentados), estorba un poco la insistencia de los autores en presentar su perspectiva como una revolución conceptual. “La función original y básica de la vida (…) es reducir un gradiente medioambiental”, proclaman, pero caen en confusiones filosóficas al obstinarse en que ésta sea la “finalidad” u “objetivo” de los seres vivos.

Es claro que los organismos son impulsados y hasta “creados” por la reducción de gradientes, en obediencia a la segunda ley, y es un logro importante que hayamos entendido cómo. Pero los organismos no existen “para” reducir gradientes. Aun si no hubiera vida, el sol seguiría radiando energía a la misma velocidad.

Schneider y Sagan usan demasiada poesía, anécdotas y paréntesis desordenados; demasiados argumentos discutibles o poco sólidos (lo que el fisicoquímico Peter Atkins llama “pensamiento confuso”). Ofrecen una idea bien pensada y documentada, pero poco discutida (se publica como libro; no en revistas científicas arbitradas). Están demasiado a la defensiva y tienen poca tolerancia a las objeciones; fuerzan sus ideas (extendiéndolas hasta la salud y la economía) con tal de defender su “revolución”. Sin estos defectos, su provocador argumento sería más científico. Aun así, vale mucho la pena leerlo, como casi todos los libros del clan Sagan-Margulis.