domingo, 17 de agosto de 2014

La cuántica, la calle... y otras sorpresas

por Martín Bonfil Olivera

Texto leído en la presentación del libro El burro de Sancho y el gato de Schrödinger 
(Paidós, 2000), Feria del Libro de Minería, 25 de febrero de 2001.
(El libro ha sido publicado nuevamente por Cal y Arena con el título
Maravillas y misterios de la física cuántica.)

Antes de hablar del libro que hoy nos ocupa quisiera, si me lo permiten, hacer memoria de la relación unilateral que, como lector, he mantenido con el autor.

La primera vez que oí hablar de Luis González de Alba fue cuando mi mejor amigo, compañero en la Facultad de Química de la UNAM y amante, como yo, de la divulgación científica, me recomendó leer la columna que semanalmente publicaba en la sección de ciencia de La Jornada. Aunque en ese entonces yo no acostumbraba –lo confieso– leer periódicos, poco a poco me fui convirtiendo en fan de “La ciencia en la calle” y en general de la sección de ciencia que durante tantos años dirigió Javier Flores en ese diario.

Fue también por recomendación de mi amigo que compré el libro La ciencia, la calle y otras mentiras (Cal y arena, 1989)¸ en el que González de Alba retomó mucho del material publicado en el periódico y lo retrabajó hasta convertirlo en un texto de divulgación científica distinto a lo que estábamos acostumbrados en México. En él abordaba temas de lo más diverso, brincando de la epistemología, la historia de la ciencia y la filosofía, al sida, los infinitos, la astronomía, los sismos y –sorpresa que descubrí apenas ahora, al releerlo– la psiconeuroinmunología, tema de investigación de otro de mis mejores amigos y que apenas hoy comienza a ser reconocido.

El tono de aquel libro, como el de su columna semanal, era al mismo tiempo desenfadado y entusiasta; ligeramente regañón (como si nos dijera “fíjate, esto que estoy explicándote es asombroso, pero no lo vas a entender si no prestas atención”), pero siempre bien fundamentado y claro en sus explicaciones. Y sobre todo, siempre decidido a despertar en el lector el sentido de lo maravilloso, esa “experiencia científica” que sólo puede obtenerse cuando se entiende el conocimiento producido por la ciencia.

Creo que ese tono, el de quien se maravilla con algo e insiste en compartirlo, aun si primero tiene que despertar en su auditorio un interés previamente inexistente –e incluso, en ocasiones, luchar contra un rechazo producido por el prejuicio ante lo “complicado” de la ciencia– es una de las características que definen y hacen tan especial la divulgación científica de Luis González de Alba. Y es un tono que, afortunadamente, ha mantenido a lo largo de otros libros como Los derechos de los malos y la angustia de Kepler (Cal y Arena, 1998) y el que hoy nos ocupa, El burro de Sancho y el gato de Schrödinger (Paidós, 2000).

Sigo con mi relato. En mi opinión, dos palabras que definen la personalidad pública de González de Alba son “polémica” y “multifacética”. Tuvieron que pasar muchos meses para que comenzara a conocer algunas más de estas facetas. Recuerdo que fue el mismo amigo que me lo había presentado en las páginas de La Jornada –y que, por cierto, es desvergonzadamente heterosexual– quien un día se escandalizó al leer en “La ciencia en la calle” que nuestro autor calificaba –si mal no recuerdo– a un conocido actor estadounidense como “el hombre más guapo del mundo”. A mí me asombró más bien descubrir que alguien tuviera el valor de declarar públicamente –y casi casi presumir– de algo que entonces aún me parecía obligatorio mantener en la esfera de lo estrictamente privado.

Posteriormente encontré, en diversas publicaciones periódicas, textos de González de Alba en los que, utilizando un rigor argumentativo poco frecuente en nuestras revistas, desarmaba en forma tranquila y elegante las diversas “razones” que se han esgrimido, y aún se usan, para descalificar, denigrar y discriminar a quienes expresan preferencias sexuales distintas o quizá sólo más amplias de lo comúnmente aceptado. Leyendo sus textos, todas estas razones quedaban desenmascaradas como prejuicios sin fundamento. Hallé también un librito hoy inconseguible, titulado Bases biológicas de la bisexualidad (Katún, 1985), en el que González de Alba mostraba las amplísimas evidencias de comportamiento bi y homosexual a todo lo largo del mundo natural y de las diversas culturas humanas, contribuyendo así a cancelar el argumento que califica de “antinaturales” estos comportamientos. Todavía la semana pasada, en la columna que actualmente escribe para el periódico Crónica, comenta con el tono irónico que tan bien se le da que “lo único que no existe en la naturaleza son los votos de castidad”.

Tiempo después mi admiración creció al descubrir que el autor de estos textos era también dueño del que rápidamente se convirtió en mi bar favorito –y lo sigue siendo, desde hace 10 años–: el famoso “Taller” de la zona rosa, antro que con sus diversas actividades –culturales y de otro tipo– ha contribuido en forma decisiva a la conformación de una comunidad gay mexicana. Para él elaboró un lema que ha llegado a convertirse en leyenda: “El mundo está lleno de hombres guapos; hay algunos que nunca conocerás, pero hay algunos que podrás conocer en El Taller”.

Tardé más en conocer la trayectoria de González de Alba como literato. Aunque sabía ya de su participación como líder estudiantil en el movimiento del 68 (otra sorpresa para mí), y de su estancia en prisión, tardé mucho en leer Los días y los años (Era, 1971), texto indispensable sobre el tema. Para cuando lo hice, ya había leído su novela Agapi Mu (Cal y arena, 1993), que disfruté enormemente por su tono amoroso, introspectivo e íntimo, algo a lo que nos tiene acostumbrados en prácticamente todos sus textos. Había leído también –y me había emocionado hasta las lágrimas– con algunos poemas y cuentos suyos publicados en dos tomitos, hoy también agotados: El vino de los bravos (Katún, 1983) y Malas compañías (Katún, 1984).

Luego de este recuento personal, paso a ocuparme de El burro de Sancho y el gato de Schrödinger. Es curioso que todavía hoy me encuentre con gente que, conociendo a Luis González de Alba como líder del 68, escritor o empresario, se muestra incrédula cuando le comento que escribe sobre ciencia y que hoy ha publicado un libro sobre la mecánica cuántica. Por eso aprovecho para formular una pregunta que siempre he querido hacerle en persona al autor: ¿por qué alguien como él siente la necesidad de poner el conocimiento científico en manos del público general? ¿De dónde viene esa pasión por divulgar la ciencia?

Porque miente Luis González de Alba cuando dice, en la dedicatoria de su libro, que nadie lo ha ayudado “ni siquiera a conversar” esos libros y revistas que ha acumulado “por el simple placer de leerlos”, adquiridos sin apoyo de ninguna institución y en los que ha basado este texto. A lo largo de todos los años en que lleva realizando esta labor, González de Alba ha mantenido con nosotros, sus lectores, una amena conversación, salpicada de asombro e inteligencia, con la que nos ha hecho cómplices de sus gustos y nos ha permitido sentirnos muy cerca de él aunque, como en mi caso, no lo conozcamos personalmente.

Leyéndolo en periódicos, en novelas y poemas, y en libros de divulgación, uno descubre que Luis González de Alba es un gourmet, un sibarita no sólo de la comida y la bebida fina, de los viajes y la cultura griega –la antigua y la moderna-; no sólo un amante de la belleza artística y humana, sino también alguien que se deleita con los detalles de la cultura científica y que goza compartiéndola con quien quiera escucharlo con atención.

Ya hablé de la claridad de sus explicaciones, contrapunteada por el tono claridoso de sus frases. Su estilo es una mezcla de explicaciones, reflexiones, comentarios, y paráfrasis de otros autores. Abundan también los símiles y metáforas elegidas cuidadosamente, y muchas veces verdaderamente notables. Me encantó aquella en que, comentando sobre la imagen del átomo con un núcleo rodeado por diminutos electrones que lo circundan a gran distancia, nos dice “imaginemos un chícharo girando tan alto como las bóvedas de una catedral. Ese enorme hueco demarcado por una partícula diminuta es todo lo que nos queda de la catedral del átomo”.

No siempre, sin embargo sus explicaciones resultan tan sencillas como podría creerse. Esto no es sorprendente, pues uno de los principales problemas que enfrenta la divulgación científica es la necesidad de que el lector haga el esfuerzo intelectual requerido para comprender conceptos que van más allá de las trivialidades a las que nos tienen acostumbrados los medios de comunicación. No es cierto que entender la ciencia sea tan sencillo como seguir la trama de una telenovela.

Pero González de Alba está decidido a conducir a su lector a través de los conceptos complicados para lograr que aprecie la belleza de la naturaleza que revela la ciencia. Lo hace explicando pacientemente, forzando al lector a ejercitar su inteligencia. Lo hace incluso a costa de algunos sacrificios, como cuando decide evitar “las sutilezas matemáticas, que si bien no son difíciles de comprender, resultan molestas para una cantidad sorprendente de lectores.”

“Nadie entiende la física cuántica”, dice González de Alba citando a Richard Feynman. Y nos dice también, en una contradicción sutil, que Bohr afirmó que si uno no siente vértigo ante la mecánica cuántica, es que no la ha entendido. Ambas frases, paradójicamente, tienen razón, y González de Alba hace su mejor esfuerzo por lograr el milagro y maravillarnos ante algo que somos incapaces de entender, y al mismo tiempo explicárnoslo hasta que quede lo más claro posible. ¿Cómo logra este objetivo?

Una razón es que, cuando González de Alba explica las cosas, insiste en aclararlas más allá de todo malentendido. Por ejemplo, describiendo el principio de indeterminación de Heisenberg, dice: “No es que no sepamos la velocidad [del electrón] mientras no la midamos, afirmación fácil de aceptar por evidente, sino que un electrón no tiene velocidad ni posición ni órbita definida mientras no exista una observación. Así como suena.” Luego, renglones más adelante, nos insiste: “Suponer que la incertidumbre se debe a la ineludible necesidad del experimentador de ‘tocar’ y en consecuencia alterar de alguna manera su objeto de estudio es una trivialidad [...]un problema técnico[...] Argumentar el desorden producido en el objeto de estudio hasta por la simple iluminación como si fuera la esencia del principio de incertidumbre es no haberlo entendido en absoluto.” Y termina, categórico: “No podemos conocer de manera simultánea ciertas variables del mundo subatómico no por problemas con la iluminación, sino porque no están determinadas, no existen antes de la observación.”

Con la misma claridad con que nos dice que el apellido del padre del famoso gato cuántico se lee “shroedinguer”, nos explica otros conceptos que muchas veces resultan confusos, como el principio de complementariedad de Bohr, o la teoría de las supercuerdas, esa nueva candidata a ser una “teoría de todo”, de la que hace un eficaz esbozo. Otros conceptos que González de Alba menciona en este libro vertiginoso son el bosón de Higgs, la inflación, la entropía que, nos informa con su característico estilo, significa “vuelta” en griego e incluso hace alguna nostálgica referencia a Marx, Engels, la Dialéctica de la naturaleza y la “ley de la conversión de la cantidad en calidad”. Tampoco desaprovecha la oportunidad de criticar, así sea de refilón, a la seudociencia archienemiga de la divulgación científica y a los malentendidos de algunos sociólogos posmodernos que han dado en descalificar a la ciencia, atacándola como “sólo un sistema de creencias más”.

El burro de Sancho y el gato de Schrödinger es un libro que nos deja con ganas de más. Y eso es de agradecerse. Otra de las cosas que se le agradecen al autor es el esfuerzo que hace para despertar el asombro de los lectores, pues creo que el sentido de fascinación ante el funcionamiento de la naturaleza es una de las principales justificaciones para la existencia de la ciencia y su divulgación. Pongo un ejemplo: aunque yo había leído en varias ocasiones sobre los temas abordados en El burro de Sancho..., hubo un momento en que me sorprendí pensando, mientras leía acerca de la paradoja EPR y los experimentos de Alan Aspect, que comprobaron definitivamente el carácter fundamentalmente incomprensible del mundo cuántico, que todo esto no podía ser cierto, que los físicos habían conspirado con algún propósito inconfesable para engañarnos y convencernos de cosas tan increíbles. Espero que los lectores jóvenes del libro, a los que está dedicado, logren experimentar el mismo sentido de maravilla.

Con lo mucho que disfruté el libro, no puedo dejar de mencionar dos puntos en los que no estoy de acuerdo. El primero es sólo una frase, en la que González de Alba proclama que el modelo estándar de la física cuántica es “la más alta culminación del espíritu humano.” Quizá se manifieste aquí la proverbial oposición entre los amantes de la física versus los enamorados de la biología, pero en mi opinión, hay muchos otros candidatos a merecer un título tan prestigioso. Mi predilección personal, dejando de lado grandes obras de arte, es la teoría darwiniana de la evolución por selección natural, que es por lo menos tan central y constituye un logro tan importante y tan estéticamente bello como el modelo estándar.

Mi segundo desacuerdo con González de Alba se refiere a uno de los últimos capítulos del libro, en los que expone las hipótesis del famoso físico Roger Penrose acerca de los fundamentos de la conciencia.

Penrose descarta la posibilidad de que el cerebro funcione en forma semejante a una computadora, pues toda computadora puede resolver sólo problemas que se puedan exponer como una sucesión de pasos, esto es como un algoritmo. Basándose en la existencia de la intuición matemática, que no ha podido ser simulada en ninguna computadora, y en el famoso teorema de Gödel, supone que “el cerebro no sigue algoritmos”. De ahí brinca a la conjetura de que el cerebro debe funcionar de alguna manera misteriosa. “Hay algo en nosotros que no podemos poner en una computadora”, escribe González de Alba, siguiendo a Penrose. “Y no por falta de tecnología, sino, otra vez, porque damos con un límite de la naturaleza [...]un límite señalado por el teorema de Gödel. [...]La conciencia no puede ser comprendida dentro de la conciencia misma”

Es explicable el entusiasmo que causan las ideas de Penrose, pues sus implicaciones son fascinantes. “Penrose propone que el conocimiento humano, sobre todo el matemático, es una forma de contacto con el mundo platónico de las ideas”, dice González de Alba. El físico propone que “la interfase entre el mundo material y la conciencia” se halla en estructuras subcelulares llamadas microtúbulos, pues en su interior ocurrirían fenómenos dictados por una “nueva física”, aún desconocida, que Penrose llama “gravedad cuántica”.

Desgraciadamente, como ha señalado el filósofo Daniel Dennett en su libro La peligrosa idea de Darwin, Penrose comete un error básico en sus razonamientos, pues si bien es cierto que el teorema de Gödel afirma que ningún algoritmo puede generar pruebas de todas las verdades de la aritmética, el tipo de algoritmos que los estudiosos de la inteligencia artificial están desarrollando no tienen pretensiones tan ambiciosas: aspiran sólo a reproducir, de manera imperfecta pero convincente, las capacidades de la mente humana. Al hacer esto, sólo están expresando la convicción, fundamentada en el pensamiento darwiniano –que finalmente es la manera más natural de enfocar el origen de la conciencia de que todos los fenómenos biológicos pueden ser explicados como producto de ese proceso algorítmico y ciego que conocemos como evolución por selección natural.

Ya en otra ocasión, cuando se estaba gestando, en las primeras décadas del siglo xx, esa nueva ciencia hoy conocida como biología molecular, los físicos habían expresado su incredulidad de que un fenómeno tan complejo como la vida pudiera entenderse sólo con las leyes conocidas de la física y la química. El propio Erwin Schrödinger propuso que debía haber nuevos principios físicos, aún no descubiertos, que explicarían las propiedades únicas de los seres vivos. Fue gracias a la participación de toda una generación de físicos, motivados por las palabras de Schrödinger, que la biología molecular logró nacer y logró desentrañar los secretos más íntimos de la célula viva. Sobra decir que, a lo largo de toda esta ruta, no se encontró ni un solo fenómeno que no pudiera ser explicado con la misma física y la misma química que rigen todos los demás fenómenos del mundo natural. (Por cierto, tampoco se ha encontrado nunca algún fenómeno subcelular en el que tengan participación los extraños fenómenos que González de Alba describe en su libro: la biología parece estar, hasta el momento, a salvo de las paradojas cuánticas.) Estoy convencido de que lo mismo pasará con el problema de la conciencia, y que un día encontraremos que no fueron necesarias teorías de gravedad cuántica ni propiedades misteriosas de los microtúbulos para explicar cómo pensamos.

Antes de terminar, quisiera agradecer dos regalos extra que nos da Luis González de Alba al final de su libro. El primero es ese sabroso capítulo final, “El inicio egeo de la aventura”, en el que nos lleva a través de la historia para mostrarnos el nacimiento, en la antigua Grecia, del pensamiento científico, que permitió por primera vez llenar lo que él llama “esa otra necesidad tan imperiosa como el hambre: la de conocer las explicaciones últimas de las cosas por métodos de pensamiento que cualquiera pudiese seguir.”

El segundo regalo es la detallada bibliografía, que nos permite no sólo conocer las fuentes en las que González de Alba se basó para escribir este minucioso libro, sino acceder a ellas, contagiados por el gusto que el autor experimentó al leerlas. Es poco frecuente que los divulgadores científicos cuiden estos detalles.

Por último, quiero extender una felicitación a Paidós y a Fernado Escalante Gonzalbo, que concibieron la colección “Amateurs”. Me seduce totalmente la idea de que quien nos guíe por nuevos campos del conocimiento sea “el amante, no el cónyuge”, “quien lo hace más por placer que por sistema, no por obligación sino por antojo, no en horas de oficina sin en noches de insomnio.” En un texto en el que critica la especialización del conocimiento, Erwin Chargaff –uno de los albañiles del majestuoso edificio de la genética molecular, dice: “Si el mundo aún puede salvarse será por los amateurs.” Comparto plenamente esta opinión, y felicito a Paidós por haber iniciado esta colección con un libro de ciencia, y especialmente con uno escrito por un amateur que cumple admirablemente con la definición que ofrece el propio Chargaff: “un amateur es alguien sin anteojeras [...y] en nuestra época, la incapacidad para portar anteojeras es un acto heroico”.

25 de febrero de 2001

3 comentarios:

Luis González de Alba dijo...

La nueva edición de La ciencia, la calle y otras mentiras, Cal y Arena, está expurgada de los varios descuidos cuyo sólo recuerdo me sonroja.

Luis GdeA

Luis González de Alba dijo...

Los "inconseguibles" ya tienen reediciones: Bases biológicas... es La orientación sexual, Paidós (triple de material); los cuentos de El vino de los bravos está al doble en Planeta como El vino de los bravos y unos tequilas; poemas y traducciones de Malas compañías están aumentados en El sueño y la vigilia, Ediciones Sin Nombre/Conaculta. Y el clásico 68ero: Los días y los años está en Planeta con un hermano gemelo: Otros días, otros años (lo que no me atreví a contar y era lo que más me importaba en Lecumberri).

Anónimo dijo...

Que me diculpe Bonfil y todo los "cientificos" que siguen perpetuando el mito de la "Evolucion", pero dicha evolucion es otra religion porque no hay NI UNA SOLA PRUEBA REAL de que las especies se hayan originado desarrollado por evolucion. Son demasiados brincos y "mutaciones" fortuitas. Y respecto a las mutaciones intermedias son inutiles y hasta perjudiciales porque no son funcionales.

La EVOLUCION es la mentira mas grande del mundo.

Lean el libro "IN SIX DAYS" Donde otros cientificos echan por tierra las "bases" de la teoria de la evolucion, y con argumentos cientificos.