Texto publicado en la Gaceta
del Fondo de Cultura Económica,
núm. 411, marzo de 2005,
con motivo del Año Internacional de la Física
del Fondo de Cultura Económica,
núm. 411, marzo de 2005,
con motivo del Año Internacional de la Física
La física, según piensan muchos –en especial los físicos–, es algo así como la reina de las ciencias. No hay ciencia más avanzada, precisa, ni que ofrezca resultados y aplicaciones más poderosas que esta disciplina paradigmática.
Y no falta razón para pensar así. Algo debe tener de especial esta ciencia; después de todo, ha sido capaz de colocar naves espaciales con toda precisión en la superficie de mundos distantes. El aterrizaje (o “erotizaje”) del satélite NEAR de la NASA sobre el asteroide Eros, a 195 millones de kilómetros de la Tierra y que mide tan sólo 33 kilómetros de largo por 13 de ancho, en 2001, es un ejemplo extremo del control que puede lograr la moderna tecnología de telecomunicaciones aunada a la computación (ambas, por supuesto, derivadas del conocimiento físico) y a la correcta aplicación de las leyes de Newton. La física, a través de la espectroscopía, nos ha revelado la composición química de estrellas a las que nunca podremos acercarnos. Logró explicar la estructura íntima de la materia y controlar el comportamiento de las partículas subatómicas que la constituyen, como los electrones que hoy trabajan para nosotros en focos, televisores, computadoras, calentadores, teléfonos celulares... Se trata de una disciplina, en fin, que ha logrado trastocar no sólo la forma en que vivimos cotidianamente, sino incluso nuestra concepción de lo que significan el espacio y el tiempo –conceptos “evidentes” si es que los hay.
La física frente a las otras ciencias
Tradicionalmente se había considerado a la filosofía como madre y reina de todas las ciencias, que nacieron de ella y, luego de una etapa de “filosofía natural”, se fueron independizando. Hoy son quizá las matemáticas quienes pudieran disputarle a la física el título de reina. Aunque quizá sólo en opinión de los matemáticos, pues el resto de los mortales las juzgan hasta cierto punto carentes de sentido, a menos que puedan ser aplicadas (por ejemplo, al servicio de la poderosa física). Similar suerte ha corrido incluso la orgullosa filosofía, hoy con frecuencia –y muy injustamente– despreciada por físicos -y por otros científicos- como una especie de conjunto inútil de “simples” divagaciones y conjeturas.
La idea de la superioridad de la física se percibe, por ejemplo, en los escritos de muchos historiadores de la ciencia, que llegaron a utilizar frases reveladoras como que la física era la “primera” ciencia que llegó a madurar, en gran medida por haber logrado matematizarse. Daban así a entender que, en algún momento, tanto la química como la biología, e incluso las ciencias sociales (disciplinas todas ellas aún “inmaduras”, según esta concepción), deberían esforzarse por alcanzar este ideal.
Son varios los aspectos de la física que clásicamente se toman –con toda razón– como muestra, y al mismo tiempo causa, de su gran éxito y poder. Entre los principales están su método esencialmente cuantitativo y su uso de las matemáticas para generar descripciones; concretamente mediante fórmulas matemáticas, al grado de que se considera que son las ecuaciones, y no las engañosas palabras, las que representan con mayor precisión la realidad de los conceptos físicos.
La enorme exactitud con que los modelos matemáticos que generan los físicos logran predecir el comportamiento de los sistemas estudiados es asombrosa. (En este sentido, curiosamente, son las matemáticas las que han permitido la consolidación de la física como ciencia exitosa, no la física la que les ha dado “sentido” a las matemáticas al hallarles aplicación). Más recientemente, la capacidad de los físicos para generar simulaciones computarizadas les ha permitido realizar verdaderos “experimentos” sin necesidad de recurrir a la realidad más que como medio para confirmar lo que se descubre al estudiar estos mundos virtuales.
¿Qué sucede con otras ciencias? La química, por ejemplo, y a pesar de los grandes avances que logró al volverse cuantitativa, con Lavoisier, al matematizarse con los grandes fisicoquímicos del siglo XIX y al utilizar, en las últimas décadas, poderosas simulaciones en computadora, ha sido siempre una ciencia esencialmente constructiva. Como señala Roald Hoffmann en su libro Química imaginada, la química se dedica a fabricar sus propios objetos de estudio (los cientos de miles de nuevos compuestos que se inventan cada año), más que a estudiar una naturaleza preexistente. Sobre todo en sus etapas más recientes, se trata de una ciencia mucho más sintética que analítica. Curiosamente, sus poderes de predicción son notoriamente limitados... lo que muestra que quizá no sea necesariamente la predicción su principal objetivo.
La biología, por su parte, durante un largo periodo, en su etapa de “historia natural”, se dedicó fundamentalmente a describir y clasificar, lo que hizo que fuera considerada por muchos como una “ciencia en vías de desarrollo”. Y quizá fuera cierto, pero la llegada de dos teorías -la celular, consolidada por Schleiden y Schwann alrededor de1837, que mostró la unidad esencial de todos los seres vivos, y la de la evolución por medio de la selección natural, de Darwin y Wallace, que en 1859 proporcionó la columna vertebral que organiza el conocimiento biológico- permitió a esta disciplina apuntalarse finalmente como una ciencia por derecho propio.
Nuevamente, se trata de una ciencia no predictiva –mucho menos predictiva incluso que la química-, sino fundamentalmente explicativa. Filósofos de la biología como el recientemente fallecido –y centenario– Ernst Mayr se han esforzado en argumentar (por ejemplo en The growth of biological thought) el carácter eminentemente histórico de su ciencia. La biología muestra cómo son y cómo se comportan los sistemas biológicos, al tiempo que explica cómo llegaron a ser así. La evolución es un proceso histórico que por ello mismo resulta prácticamente imposible de predecir, excepto en los términos más generales: a lo más que puede aspirarse es a justificar, con base en la teoría, cómo fue posible que sucediera lo que sucedió.
En las últimas décadas, el surgimiento de historiadores profesionales de la ciencia –en contraste con los historiadores aficionados provenientes de las propias disciplinas científicas– ha determinado un cambio en la forma en que se concibe la evolución de las disciplinas científicas. Las ideas de los positivistas, por ejemplo, que ponderaban la “madurez” e incluso la “cientificidad” de una ciencia con base en criterios como las mediciones cuantitativas y la generación de modelos matemáticos, basados desde luego en el modelo de las ciencias físicas, comenzaron a ser rebatidas. Puede haber, se dijo, otros criterios más adecuados para juzgar a las distintas ciencias.
Incluso las ideas de Thomas S. Kuhn respecto al avance de las ciencias a través de revoluciones en las que un paradigma dado es sustituido por otro con el que es esencialmente incompatible han sido cuestionadas al tratar de aplicarse a las ciencias químicas o biológicas. Al parecer, todos estos modelos históricos se desarrollaron tomando a la física como prototipo, y hoy se están desarrollando nuevas concepciones que parten de las características particulares de cada ciencia.
El reduccionismo fisicalista
Otra de las ideas que han pasado a formar parte del “sentido común” de la imagen popular de la ciencia –compartida incluso por muchos investigadores–, y contra la que se han levantado ya numerosas objeciones, es la de que todas las otras ciencias se pueden “reducir” a la física.
La física explica los componentes fundamentales del universo físico: materia, energía, espacio, tiempo. Como la química y la biología son ciencias naturales, con una visión naturalista de sus objetos de estudio que excluye la participación de entidades sobrenaturales o paranormales, cualquier explicación de objetos o fenómenos químicos o biológicos debe partir de elementos exclusivamente materiales. En última instancia, de los átomos y las partículas fundamentales que los conforman, los cuales son hoy descritos por las leyes de la física; concretamente por las ecuaciones de la mecánica cuántica (aunque la enorme complejidad de los cálculos detallados hace que esta descripción exista sólo “en principio”).
Se llega así a la idea de que, en última instancia, tanto química como biología, y estirando un poco la imaginación, incluso la psicología y quizá la sociología, pudieran ser en principio totalmente explicadas con base en las propiedades de los átomos y las partículas fundamentales que constituyen moléculas, células, organismos y sociedades. “La biología, que es física disfrazada de química”, llegó a escribir –probablemente con ironía– el destacado químico Peter W. Atkins.
También con ironía, el escritor de ciencia ficción Isaac Asimov planteó en su genial trilogía de Fundación la idea de una ciencia –la “psicohistoria”– capaz de predecir el comportamiento futuro de las sociedades humanas, no como individuos particulares, pero sí en masa, de la misma forma que la teoría cinética de los gases permite a los fisicoquímicos predecir con toda precisión el comportamiento estadístico del gran número de partículas que conforman un gas.
Sin embargo, el filósofo Rudolph Carnap no estaba siendo irónico cuando describió esta postura, conocida como “fisicalismo”, diciendo que “el lenguaje de la física es un lenguaje universal, que comprende los contenidos de todos los otros lenguajes científicos... toda proposición de una rama del lenguaje científico equivale a algunas proposiciones del lenguaje fisicalista y, por tanto, puede ser traducida a ella sin cambiar su contenido”.
Por desgracia –o quizá afortunadamente–, el mundo natural no es tan sencillo. Si bien es cierto que en un sistema biológico –como puede ser un cerebro humano– no hay componentes “inmateriales” que sean responsables de sus propiedades biológicas –estar vivo– o psicológicas –tener conciencia–, tampoco tiene sentido pensar que la explicación de cómo surgen fenómenos como la vida o la conciencia puedan hallarse al estudiar el comportamiento de átomos o partículas fundamentales.
Se trata de un problema de niveles: así como el comportamiento de un programa de computadora, por ejemplo, no puede entenderse si se estudian los cables y microcircuitos que la forman, o el flujo de los electrones que circulan por ellos (los programas y su comportamiento no existen, ni son por tanto observables, en esos niveles), tampoco tiene sentido aplicar un reduccionismo extremo para estudiar a nivel físico los sistemas químicos o biológicos.
La clave está en el concepto de fenómenos emergentes, resultado de la forma en que los componentes de un sistema complejo interactúan para dar origen a propiedades de un nivel superior de complejidad, que no podrían haber sido predichas sólo estudiando los componentes por separado. Es la existencia de estos fenómenos emergentes lo que da al traste con la idea de que las explicaciones que dan las ciencias químicas o biológicas puedan ser “reducidas”, incluso en principio, a explicaciones puramente físicas.
Física y biología moderna
Pero si bien la física no es entonces el modelo ideal al que deba aspirar cualquier otra ciencia, ni tampoco la explicación fundamental a la que puedan reducirse éstas, esto no quiere decir que haya un divorcio entre disciplinas.
La naturaleza es una, y las distintas ciencias –hay también quien habla de una sola ciencia– son sólo manifestaciones de las formas en que el ser humano estudia los distintos aspectos del mundo que lo rodea. La interdisciplina es hoy la norma, y así como se habla de fisicoquímica, biofísica o bioquímica, está claro también que la colaboración entre ciencias físicas, químicas y biológicas (por no mencionar, nuevamente, a las ciencias sociales) ofrece los frutos más sustanciosos en cuanto a generación de nuevos conocimientos se refiere.
Un ejemplo contundente fue el nacimiento de la biología molecular, ciencia paradigmática de la segunda mitad del siglo pasado y protagonista fundamental del presente.
El estudio de las bases moleculares de los sistemas vivos, y en particular de la transmisión de la información hereditaria, fue posible gracias a los fundamentos sentados por el botánico Mendel, quien concibió el concepto de gen en 1866; por el químico Miescher, descubridor en 1869 de la “nucleína” (posteriormente rebautizada como ácido desoxirribonucleico, ADN), y por el zoólogo Morgan, que localizó alrededor de 1910 los genes en los cromosomas del núcleo celular. No obstante, los padres de la biología molecular fueron principalmente físicos, y lograron su hazaña usando métodos fundamentalmente físicos.
Físicos eran los ingleses Bragg, padre e hijo, quienes en 1915 dieron forma a la técnica de cristalografía por difracción de rayos X, que permite observar la estructura atómica de las moléculas biológicas. En 1923 Theodor Svedverg perfeccionó el método físico de la ultracentrifugación, que utiliza la fuerza centrífuga para separar y purificar los componentes subcelulares. En 1937 Arne Tiselius desarrolló otro método físico, la electroforesis, que separa a las moléculas por sus tamaños y cargas eléctricas. Y aunque no era físico, sino químico, Linus Pauling aplicó la física cuántica para estudiar la estructura de las moléculas; hacia 1939 lograría explicar aspectos fundamentales de la estructura de las proteínas.
En el mismo año, otro físico, Max Delbrück (alumno del gran Neils Bohr), se especializó en el cultivo de bacteriófagos (virus que infectan bacterias) como modelo de estudio para la naciente biología molecular. Y en 1944 se publicó el libro ¿Qué es la vida?, escrito por otro físico, Erwin Schrödinger, que inspiraría al biólogo Watson y al físico Crick, entre muchos otros, a dedicarse al estudio de la naciente biología molecular. Este proyecto culminaría su primera etapa con su descubrimiento de la estructura en doble hélice del ADN, lograda en 1953 gracias a la cristalografía de rayos X, y en la que participaron también el físico Maurice Wilkins y la fisicoquímica Rosalind Franklin.
No es cuestión de marcar territorios y delimitar fronteras infranqueables; sin la participación de la física, la más reciente revolución biológica simplemente habría sido imposible.
Un lugar para cada ciencia
Pocas ciencias tienen héroes tan notables como Isaac Newton, el hombre que explicó las leyes que mueven al cosmos, o Albert Einstein, revolucionario que cambió nuestra concepción de la luz, el espacio y el tiempo. Ni siquiera el biólogo Darwin, creador de una de las teorías científicas más poderosas de la historia, posee una presencia tan importante en el imaginario social de la ciencia (los químicos, sobra decirlo, están totalmente ausentes del mismo).
2005, centenario del annus mirabilis de Einstein, ha sido elegido como el año internacional de la física. No hubo una celebración equivalente (¿año de la biología?) para el 2003, en que se cumplía medio siglo del logro de Watson y Crick (aunque existe, eso sí, el Darwin’s day, que se celebra anualmente el 12 de febrero). Ni hablar de una celebración de la química, ciencia vista hoy como fuente de toda contaminación y de peligros sin fin. La presencia pública de la física, y el respeto que el ciudadano tiene por ella, siguen siendo inigualados.
Y sin embargo, no hay que olvidar que en ciencia, como en cualquier otro campo, es la diversidad y no la dominancia de una visión sobre las demás lo que asegura la mayor riqueza y amplitud de horizontes. 2005 es un buen año para recordarlo.